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¿El Estado Constitucional Democrático de Derecho en España fue institucionalizado en Cádiz?

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Agenda 30/01/2011 às 13:05

5. La Constitución de Cádiz (1812)

La Constitución de Cádiz fue precedida por una asamblea constituyente que se reunió por la primera vez el 24 de septiembre de 1810. Después de casi un año y medio de reuniones y deliberaciones, finalmente se produce la aprobación final de la Carta el 14 de marzo de 1812 y su promulgación el 19 de marzo del mismo año. La intención de los constituyentes era crear un texto político-normativo liberal que fuese válido para España, parte de América y Filipinas. La Constitución estuvo en vigor hasta el 4 de mayo de 1814 y fue restablecida entre los días 7 de marzo de 1820 y 1 de octubre de 1823 y entre 13 de agosto de 1836 y 18 de junio de 1837 [15]. Aunque sea posterior a la Constitución napoleónica para España de 1808 (La Carta de Bayona), el texto político de Cádiz es considerado el primero verdaderamente español no porque tenga su aplicación prevista para los españoles, sino porque fue elaborado por los españoles y para los españoles. En este sentido, hasta hoy la Constitución de 1812 es considerada "de origen popular" [16].

Para saber si la Constitución de Cádiz fue una constitución en sentido propio, hay que verificar, en primer lugar, si en ella se puede encontrar una fórmula de institución y división de poderes. Observamos que, de hecho, se puede hallar una división básica de tres "poderes" (en el texto constitucional, la palabra empleada era "potestad"; equivalen, sin embargo, en la arquitectura político-constitucional, a los "poderes" que son constitucionalmente consagrados hoy [17]): el "Gobierno", que tiene normas previstas en los artículos 13 a 17 y 168 a 241, en cuyo ápice estaba el Rey; "las Cortes", cuyas normas están entre los artículos 27 y 167; y los "Tribunales", con normas constitucionales entre los artículos 242 y 308.

Constatada la existencia de los "Poderes", debemos observar si son ellos independientes. El Poder "Ejecutivo", sin duda alguna, era independiente. Lo demuestran los artículos 168 y 170 de la Constitución [18]. El primer dispositivo garantiza la irresponsabilidad política y jurídica de su titular, el Rey (el famoso y antiguo principio "the king can do no wrong"); el segundo, la concentración de los poderes ejecutorios en sus manos.

Sin embargo, su poder no era absoluto, considerando la lista de doce restricciones a su poder – en favor de las Cortes – previstas en el artículo 172. Además, entre las atribuciones de las Cortes estaban también otras actividades de control, como la fijación de las fuerzas de tierra y del mar, la ordenanza al ejército, la fijación de gastos de la Administración Pública, la aprobación de las cuentas públicas, el establecimiento de las aduanas, el control de los bienes nacionales, la aprobación de planos generales para la policía y la "sanidad del reino" y la toma de responsabilidad de los secretarios de despacho y demás empleados públicos (artículo 131, apartados 10, 11, 12, 16, 17, 18, 23 y 25).

El Poder Legislativo – las Cortes – también podía ser considerado independiente. El cerne de su poder estaba en su "facultad" de proponer, decretar, interpretar y derogar leyes (artículo 131, apartado 1º). Su independencia también estaba garantizada por las prerrogativas de sus miembros, los diputados, que eran inviolables por sus opiniones, solo podrían ser juzgados criminalmente por el tribunal de Cortes y, durante las sesiones y hasta un mes después, no podrían ser demandados civilmente o ejecutados por deudas (artículo 128). Pero su independencia no era absoluta, puesto que podría el Rey negar sanción a las leyes, firmando en los proyectos aprobados la expresión "Vuelva a las Cortes" (artículo 144). En este supuesto, el mismo asunto no podría volver a ser tratado por las Cortes en el mismo año (artículo 147).

Lo que llamamos de Poder Judicial – los Tribunales – también gozaba de cierta independencia. Según el artículo 243, la función judicial era exclusiva de los tribunales, no pudiendo las Cortes o el Rey intervenir en ella, sea por medio de avocación de causas pendientes, sea mandando "abrir los juicios fenecidos". Los jueces también gozaban de garantías personales en la Constitución. No podían ellos ser depuestos de sus destinos "sino por causa legalmente probada y sentenciada, ni suspendidos, sino por acusación legalmente intentada" (artículo 252). Sin embargo, la independencia de los jueces tampoco era absoluta. El Rey, en caso de quejas "fundadas", podría suspenderlos y pasar el expediente al Supremo Tribunal de Justicia (artículo 253). En caso de soborno, cohecho o prevaricación, cualquier persona podría enjuiciar una acción contra el juez (artículo 255). Además de esto, los jueces eran personalmente responsables de la legalidad de sus decisiones (artículo 254), lo que, en teoría, podría comprometer su independencia funcional. Sin embargo, en aquel entonces, la concepción que se tenía de la ley imponía su aplicación con base en la interpretación literal. No existía – como hay hoy – la idea de que la ley, como programa normativo, puede generar diferentes normas, dependiendo del método hermenéutico empleado y del flujo de valores aplicados por el intérprete legal. Se presumía que la ley era un comando claro y unívoco y que no había espacio de decisión normativa para el juez. Así, en ese contexto, era razonable responsabilizar el juez por un "desvío" del texto de la ley.

Como se puede constatar, los tres poderes constitucionales estaban investidos de potestades concentradas y eran, en esencia, independientes, aunque hubiese mecanismos de control. Sus miembros también gozaban de independencia relativamente amplia. El Rey era el único totalmente irresponsable por sus actos. Diputados y jueces, a su vez, solamente podrían ser responsabilizados por sus actos en circunstancias especiales definidas en la Constitución. Así, se puede reconocer en la Carta Política de Cádiz una división mutuamente controlada de poderes, que es propia de una constitución en sentido material y fuerte.

Superada la primera condición de una verdadera constitución (la división de poderes y el mutuo control), debemos buscar en la Constitución de Cádiz la garantía de los derechos básicos de los ciudadanos. Observamos que, en su texto, no hay un título o capítulo propio y exclusivo para el reconocimiento y la garantía de derechos. Estos están fragmentados en diversas disposiciones constitucionales topológicamente desconcentradas.

La primera norma que estipula derechos constitucionales individuales está recogida en el artículo 4º de la Constitución, que obliga a la Nación – o sea, el Estado – a conservar y proteger la libertad, la propiedad y los demás derechos legítimos de los individuos. Aquí está el núcleo liberal de la Carta Política de Cádiz. De hecho, la casi totalidad de los demás derechos constitucionales siguientes, de una forma o de otra, están imbricados con la libertad en sentido genérico y el derecho amplio de propiedad.

Después de esos derechos y de los derechos de participación política (que examinaremos en el análisis del dudoso rasgo democrático del texto constitucional de Cádiz), el primer derecho básico – ¿fundamental? – que se reconoce en la Constitución de 1812 es el clásico derecho a ser juzgado por un juez "natural", predefinido según reglas anteriores al hecho determinadas por normas legales de competencia, derecho éste que estaba garantizado en el artículo 247 de la Constitución, aislado entre normas relativas a los tribunales españoles. A su vez, el moderno derecho a elegir lo que llamamos hoy medios alternativos – y extrajudiciales – de solución de controversias ya estaba previsto como derecho constitucional en los artículos 280 (que trata del arbitraje) y 284 (que trata de la mediación). Incluso el último artículo impone que la mediación sea una etapa previa y necesaria de todo proceso civil, lo que, per se, demuestra un gran compromiso normativo con la paz social.

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La gran mayoría de los derechos constitucionales de la Carta de Cádiz está en el rol de los derechos del demandado en el proceso criminal. Allí están previstos: la reserva judicial para la prisión (artículo 287); el derecho del preso de comunicarse con el juez (artículos 289 y 290); el principio de la motivación de las decisiones judiciales que determinan la prisión (artículo 293); el derecho a ser puesto en libertad con el ofrecimiento de fianza (artículo 295); el derecho a la dignidad en las cárceles (artículo 297), el deber del juez y del alcalde de visitar las cárceles (artículo 298 y 299); el derecho de identificación del acusador (artículo 300), el principio de la publicidad en las sesiones de juzgamiento (artículo 302); la prohibición de la tortura ("tormento" – artículo 303); la prohibición de la pena de confiscación de bienes (artículo 304); el principio de la personalidad de la pena (artículo 305); y la inviolabilidad del domicilio (artículo 306). En realidad, en cuanto a esto último, no sería caso propiamente de un derecho constitucional, sino de una garantía constitucional. El derecho constitucional implícito que está siendo tutelado por la garantía es la intimidad doméstica. Esta intimidad doméstica allí estaba tutelada por la inviolabilidad del domicilio.

Las clásicas libertades públicas relativas a la libertad de pensamiento también estaban contempladas por el texto de 1812. En el artículo 371 de la Constitución, estaba garantizado a todos los españoles el derecho de libremente escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo la responsabilidad establecida en ley. Pero la lista de derechos no termina aquí. La Constitución liberal también garantizaba el derecho de la igualdad tributaria (artículo 339) y el derecho – ¡social! – a la educación básica pública (artículo 366).

De todos los derechos que se podría esperar de una Constitución del siglo XIX, el único que no estaba garantizado era la libertad religiosa. En realidad, no solo no estaba garantizada esa libertad sino que estaba expresamente prohibido el ejercicio público o privado de cualquier religión que no fuera la católica, apostólica, romana, considerada la "única verdadera" (artículo 12). En el campo de la protección de derechos, aquí está la gran cicatriz en la Carta de 1812. Una constitución que se pretende ser liberal no puede olvidar quizá la más importante de las libertades: la libertad de creencia. Este defecto del texto de Cádiz es lo suficientemente grave como para amenazar su reconocimiento como constitución, en el sentido francés de división de poderes más derechos básicos. Sin embargo, considerando los demás derechos que son reconocidos por la primera constitución genuinamente española, pensamos que es demasiado el hecho de negar la condición constitucional al mencionado texto político-jurídico por tal fundamento.

Una ausencia normativa significativa en la Carta Política de Cádiz también es la falta de garantías constitucionales para los derechos allí reconocidos. Sin embargo, el recurso de nulidad al Supremo Tribunal de Justicia, previsto en el artículo 261, apartado 9º, podría, en teoría, ser manejado también (independientemente de la existencia o no de la supremacía de la Constitución sobre las leyes) en defensa de los derechos constitucionales. De esta manera, esos derechos no estaban totalmente carentes de garantía.

En el tema de la rigidez constitucional, creemos que no hay muchos problemas de enfrentamiento hermenéutico. El penúltimo artículo de la Constitución impone un quorum especial de dos terceras partes de los diputados para que fuese reformado el texto constitucional por una ley que entonces pasaría a ser llamada ley constitucional. También el artículo 375 prohibía la reforma de la Constitución antes de los ocho años de su eficacia normativa. Aquí no reside la duda sobre la supremacía constitucional de la Carta de 1812. La gran dificultad está en la ausencia de un órgano – judicial o no – que pueda declarar la invalidez de una ley por su incompatibilidad constitucional y de, por consiguiente, un procedimiento propio para ese control de conformidad.

La verdad está en que, incluso en los Estados Unidos, el judicial review, definido por Stone, Seidman, Sunstein, Tushnet y Karlan como "a mechanism by which the courts may invalidate decisions of Congress and the President, subject only to the burdensome process of constitucional amendment" [19], era todavía bastante incipiente en la primera década del siglo XIX. En aquel entonces, salvo en los Estados Unidos (y en circunstancias muy excepcionales), no se concebía admitir que el juez pudiese invalidar una ley aprobada por las Cortes. Ese pensamiento era coherente con la perspectiva político-representativa europea de la época. Si la lucha social de aquel entonces era desarrollada para garantizar el ejercicio del poder político por órganos que representaban los ciudadanos, no sería razonable otorgar a jueces sin representación popular el poder de "suspender" las leyes del Parlamento. En este sentido, el artículo 246 de la Constitución de Cádiz era expreso en prohibir a los tribunales suspender la ejecución de las leyes.

Si bien sin judicial review o procedimiento especial de control de constitucionalidad, la intención manifiesta de los constituyentes de las Cortes de Cádiz era la de proporcionar a su obra política maestra una fuerza normativa diferente de la fuerza de ley. En diversas disposiciones se lo puede constatar. En su artículo 7º, establece la Carta Política, entre los deberes fundamentales de los ciudadanos, el deber de "ser fiel" a la Constitución y de "obedecer" las leyes. Esta norma es interesante también porque vincula no solamente los poderes públicos a las normas constitucionales sino también los particulares, con lo que podemos concluir incluso favorablemente a la eficacia horizontal teórica de la Constitución de Cádiz. Otrosí, el orden en que están enunciadas las oraciones y el verbo empleado denotan una diferencia normativa entre lo que es una ley y lo que es la Constitución. De igual forma, en el artículo 279, se dice que los jueces jurarían "guardar" la Constitución y "observar" las leyes. El orden de los verbos que tienen por objeto la Constitución (con letra mayúscula) y las leyes (con letra minúscula) se mantiene en todo el texto constitucional (conferir, por ejemplo, el artículo 170). Los funcionarios, a su vez, cuando en ejercicio de cargos públicos, deberían jurar guardar la Constitución, pero no hacía falta que fuese mencionada la observancia de las leyes (artículo 374) en sus juramentos.

No nos cabe duda de que la supremacía constitucional era deseada por la Constitución de Cádiz. Lo que pasaba era que no se concebía que el Poder Legislativo pudiese ser una amenaza para el cumplimiento de las normas constitucionales. Todo lo contrario, se creía que las Cortes eran los guardianes de la Constitución. Así, en el artículo 372, estaba atribuida a las Cortes el deber de ofrecer remedios contra las infracciones de la Constitución . Los ciudadanos, si quisiesen reclamar la observancia de la Constitución, deberían peticionar ante las Cortes o el Rey (artículo 373).

Se puede concluir que la desconfianza constitucional no estaba en la posible falta de respeto por parte de las Cortes, legítimas representantes de los ciudadanos españoles. La desconfianza radicaba en los demás poderes, en especial en lo que llamamos Poder Ejecutivo. Lo demuestran las restricciones impuestas al Rey en el artículo 172 y la norma del artículo 226 que responsabiliza los "secretarios del Despacho" – similares a los ministros de hoy – ante las Cortes por actos contra la Constitución. Lo mismo puede ser percibido en el artículo 173, en que está descrito el juramento que debería el Rey prestar ante las Cortes en su advenimiento al trono. Debería él jurar que "respetaré sobre todo la libertad política de la Nación y la personal de cada individuo; y si en lo que he jurado ó parte de ello, lo contrario hiciere, no debo ser obedecido, antes aquello en que contraviniere, sea nulo y de ningun valor".

En último lugar, notamos también que no tendría sentido en se firmar la rigidez constitucional, imponiendo un quorum de aprobación a las leyes constitucionales de dos terceras partes (artículo 383), y aceptar que una ley sea aprobada por una mayoría de votos (artículo 139) si la primera especie normativa – la Constitución y las leyes constitucionales – no fuese superior jerárquicamente a la segunda – la ley "ordinaria".

En sentido contrario, Ignacio Fernández Sarasola sostiene que no había relación de jerarquía entre la Constitución de Cádiz y las leyes. Existiría solo una repartición de materias: las que estaban tratadas por la Constitución no podrían ser tratadas por la ley [20]. No estamos de acuerdo con Fernández. Considerando que la ley solamente sería "ley" si fuese aprobada según el procedimiento previsto en la Constitución, entonces un documento con pretensión normativa que contrariase las normas constitucionales formales de producción legislativa no valdría como ley. En este supuesto, la inconstitucionalidad formal de la pretendida "ley" demuestra que la Constitución ya era fundamento de validez de la ley, siendo, lógicamente, superior jerárquicamente.

Con esas consideraciones, no negamos la supremacía constitucional de la Constitución de Cádiz. Identificamos algunos obstáculos conceptuales en la Carta de 1812, pero éstos no son insuperables. Se trata aquí de una constitución que contiene sus imperfecciones, pero que aún así es una constitución en sentido fuerte, propio, material.

Ahora nos toca verificar la compatibilidad del Estado constituido por la Constitución de Cádiz con el concepto de Estado de Derecho. En primer lugar, debemos verificar si la primacía de la ley sobre los actos administrativos estaba garantizada en la Carta de 1812. Creemos ser bastante clara su presencia en este texto constitucional. En su artículo 171, apartado 1º, estaba determinado que los actos administrativos normativos – los decretos, reglamentos y instrucciones – debían ser expedidos por el Rey como forma de ejecución de las leyes. De esta manera, las leyes deberían ser parámetro de validez de todos los actos firmados por el Gobierno. En otras palabras, las leyes primaban sobre todos los actos normativos del Gobierno y de la Administración Pública.

El principio isonómico también estaba reconocido en la Constitución, pero no en una norma general, sino en diversas disposiciones. Así, estando escrito en el artículo 244 que las leyes procesales serían uniformes en todos los tribunales, lo que desde ahí se extrae es que las normas sobre el proceso deberían ser las mismas para todos los españoles; o sea, la ley procesal no podría discriminar a nadie. En el artículo 244 también está prescrito que en todos los procesos solamente puede haber "un solo fuero para todas las clases de personas". Así, las normas procesales de competencia y jurisdicción deberían ser predeterminadas y iguales para todos, con las excepciones previstas en la propia Constitución (los eclesiásticos y militares gozaban de fuero particular – artículos 249 y 250). Ya el artículo 339 establecía otra forma especial de isonomía: la tributaria. Por fuerza de esa disposición, todos los españoles tenían que ser tratados igualmente por la Hacienda Pública, debiendo todos pagar, proporcionalmente, la misma cantidad de tributos, "sin excepción ni privilegio alguno".

Otra importante condición conceptual del Estado de Derecho también estaba manifiesta: la imparcialidad de los jueces. En el artículo 279 de la Constitución de 1812, se ordenaba que la justicia debería ser administrada con imparcialidad por los jueces. Vinculada a esta cláusula estaba el principio de la previsibilidad de las leyes en la Carta de Cádiz. Éste puede ser extraído implícitamente de la conjugación del artículo 254, que responsabiliza los jueces por toda falta de observancia de las leyes, del artículo 246, que impide a los jueces suspender la ley, y del artículo 131, apartado 1º, que confiere a las Cortes la prerrogativa exclusiva de interpretar las leyes. De la lectura sistemática de esas tres disposiciones, se puede sacar el principio de la interpretación literal (además del principio de la interpretación auténtica), el cual no goza de gran prestigio hoy pero que, en aquel entonces, estaba a servicio de los intereses individuales de objetividad, imparcialidad, confiabilidad y previsibilidad de las decisiones judiciales. Desde esas prescripciones constitucionales, y tomando en cuenta la norma del artículo 261, apartado 9º, que instituye el recurso de nulidad ante el Supremo Tribunal de Justicia a fin de corregir decisiones ilegales de los jueces, también es posible asimilar un principio de seguridad jurídica, que permitiría a los individuos conocer con exactitud las relaciones jurídicas de que son titulares activa o pasivamente y peticionar ante una instancia superior de justicia.

Por todas esas razones, no encontramos dificultades teóricas en definir la Constitución de 1812 como un texto que reconoce e institucionaliza un Estado de Derecho.

Finalmente, introducimos la última cuestión conceptual de este estudio. ¿La Constitución de Cádiz institucionaliza un Estado Democrático?

Algunos de los rasgos típicos del Estado Democrático están presentes en la Constitución de 1812. De hecho, su texto establecía elecciones periódicas, siendo prevista la renovación de los mandatos de los diputados a cada dos años (artículo 108). La elección de los diputados los legitimaba como representantes de los ciudadanos, siendo el cuerpo colectivo de los diputados, las Cortes, un órgano de representación de la nación española (artículo 27). La mayoría de las libertades públicas reconocidas en el siglo XIX también estaban abarcadas por el texto constitucional, como ya anotamos anteriormente. Los poderes constitucionales estaban desconcentrados y había una incipiente división vertical de poderes, estableciendo la Constitución reglas de funcionamiento de los ayuntamientos a los que destinaba incluso competencia en materia fiscal (artículo 321, apartado 4º). También las provincias estaban institucionalizadas constitucionalmente (artículos 324 a 337). A pesar de todos esos factores, a nuestro juicio, la Constitución de Cádiz, según los parámetros actuales que enunciamos en el ítem 3 de este estudio, no cumplía con importantes condiciones para la realización de un Estado Democrático.

En primer lugar, las mujeres estaban excluidas de la vida política del Estado. Así, una mitad de los españoles no estaba legitimada para votar o ser votada, o sea, una mitad de la población española no estaba representada en las Cortes. Las mujeres no eran consideradas ciudadanas. Creemos ser incompatible con un Estado Democrático la exclusión de la participación y representación política de mitad de la población de nacionales.

Considerando que los constituyentes de Cádiz pretendían ver su obra política magna aplicable a las Américas, debemos puntuar que en situación todavía peor que la de las mujeres blancas estaban los indígenas. Los que no eran convertidos a la religión católica ni siquiera eran considerados "almas". No contaban como población; no eran españoles, sujetos de derecho, nada. Deberían contar solamente con la misericordia de los ciudadanos y los funcionarios del Estado.

La Constitución de 1812 también legitimaba la esclavitud. En su artículo 5º, apartado 4º, establecía que los libertos podrían acceder a la ciudadanía española. A contrario sensu, los esclavos – que no tuvieron la suerte de ser libertados – permanecían como estaban antes.

Los derechos políticos pasivos de los españoles varones y blancos también estaban reservados a algunos pocos en la Constitución de Cádiz. Quién quisiese ser candidato a un cargo de diputado habría de demostrar "renta anual proporcionada, procedente de bienes" (artículo 92). Así, para poder recibir los votos de sus conciudadanos, no bastaba ser hombre, libre, adulto, católico y blanco; hacía falta que también fuese afortunado económicamente.

También puede ser considerado un déficit democrático la ausencia de legitimación del Gobierno por sufragio popular. Este poder era titularizado por el Rey (artículo 14), él mismo un ser civil, criminal y políticamente irresponsable. Los "secretarios del Despacho", que ejercían funciones semejantes a los ministros de hoy, podrían ser nombrados y "separados" libremente por el Rey (artículo 171, apartado 16); no eran, pues, responsables ante las Cortes, salvo en el caso de que practicasen actos contra la Constitución o las leyes (artículo 226). Por lo tanto, uno de los poderes fundamentales del Estado español no estaba legitimado democráticamente.

Finalmente, y no menos grave, las religiones no católicas estaban expresamente prohibidas (artículo 12). O sea, una de las libertades públicas más importantes no solamente no estaba garantizada sino también estaba rechazada constitucionalmente. No había libertad religiosa, no había libertad de creencia en la España de Cádiz.

Por esas anteriores razones, concluimos que la Constitución de 1812 no institucionalizó un Estado Democrático en España.

Sobre o autor
Anselmo Henrique Cordeiro Lopes

Procurador da República. Mestre e Doutor (cum laude) em Direito Constitucional pela Universidad de Sevilla. Ex-Procurador da Fazenda Nacional.

Como citar este texto (NBR 6023:2018 ABNT)

LOPES, Anselmo Henrique Cordeiro. ¿El Estado Constitucional Democrático de Derecho en España fue institucionalizado en Cádiz?. Revista Jus Navigandi, ISSN 1518-4862, Teresina, ano 16, n. 2769, 30 jan. 2011. Disponível em: https://jus.com.br/artigos/18373. Acesso em: 27 mai. 2024.

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